viernes, 6 de febrero de 2015

Arte contemporáneo: ¿de qué estamos hablando?

¿Qué es el arte? Actualmente nadie lo tiene claro. Las ideas sobre cómo definir el arte y el artista han evolucionado mucho a lo largo del tiempo. ¿Qué camino tomar, qué noción escoger?
Durante el Medioevo, las artes estaban divididas en dos: liberales y serviles. Entre las primeras, encargadas de ofrecer conocimientos generales y forjar destrezas intelectuales, contaban la gramática, la dialéctica, la retórica, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. La pintura, la escultura y la arquitectura integraban las llamadas artes menores o serviles, más abocadas a las habilidades laborales u ocupacionales.

La razón para separarlas se fundamentaba en el principio aristotélico de que las primeras no ensuciaban la ropa y las segundas, sí. Por lo tanto, en el siglo XII, un pintor estaba a la misma altura social que un herrero, un zapatero o un platero. Aún no había aparecido el concepto de artista que conocemos hoy; para eso habría que esperar al Renacimiento.

Miguel Ángel Buonarrotti es considerado el primer creador moderno por firmar y ejecutar él solo sus obras. Entonces se perfilan los criterios artísticos, ese exclusivo número de requisitos que debía cumplir todo objeto elaborado por la mano del hombre para ser considerado una obra de arte, a saber: dicho objeto debía de ser único, original, bello, mimético (o sea, que intentara copiar la realidad), producto de un genio inspirado por la gracia divina y elaborado mediante una técnica específica de las artes plásticas. Dichos criterios comenzaron a solidificarse aproximadamente en el siglo XV, se aglutinaron tras la aparición del concepto de Bellas Artes en el XVIII y extendieron su operatividad hasta finales del XIX.
Un día, Henri Matisse comenzó a distribuir los colores de forma arbitraria, y de pronto sus modelos aparecían en los cuadros con la nariz verde o el pelo azul; Kirchner deformó la realidad para expresar subjetivamente la naturaleza del ser humano e inventó el expresionismo; Picasso y Braque destrozaron los objetos para representarlos en su totalidad, tal y como son, no como se ven.

Por su parte, Salvador Dalí decidió pintar el mundo de los sueños, mientras que los informalistas se dedicaron a venerar la forma pura o hicieron de los pigmentos el vehículo para expresar sus emociones.

Se producía entonces la primera crisis en los criterios artísticos: la obra de arte ya no tenía que ser mimética ni bella y el concepto de artista genio formado en la academia se trastocó por el de artista maldito y antiacadémico, cuya profunda subjetividad lo convertía en desclasado en una sociedad incapaz de comprenderlo. Ante tanto desorden, ganó protagonismo una figura clave, legendaria, casi temida y a veces muy maltratada: el crítico de arte, ese individuo encargado de explicarle al público qué estaba sucediendo.

Para colmo se aglutinó el mercado de arte (que ya existía desde mucho antes), lleno de agentes individuales, marchantes, coleccionistas e instituciones privadas y gubernamentales que comerciaron con los bienes simbólicos en dependencia de la oferta y la demanda.
Llegó Duchamp, todo lúdico, contestatario e irracional, y le puso la tapa al pomo tras sacar un urinario de un baño público, firmarlo y exponerlo en una galería. Hacía entrada el ready made, procedimiento que se apropia de objetos industriales, elaborados en serie para ser transformados por voluntad del creador en una exquisita obra de arte. Pero ese objeto no es la obra por sí misma, sino el gesto, la intención de Duchamp al exhibir el urinario en un espacio sacralizado y sacralizador. Él fue, sin lugar a duda, el primero en priorizar la idea por encima de la técnica, en deificar el concepto. A partir de entonces, los artistas del siglo XX no serían personas capaces de dibujar bien, sino de pensar bien.

Y ya entramos a la posmodernidad, es decir, a la crisis absoluta. Surge el original múltiple, se pondera la fotografía. Andy Warhol grabó 100 veces el autorretrato de Leonardo Da Vinci y vendió cada uno a precios exorbitantes, Damien Hirst presentó en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York un tiburón tigre de 14 pies inmerso en una vitrina llena de formol, Gina Pane optó por mutilarse en espacios públicos para protestar contra la Guerra de Vietnam… Aparecieron el happening, la instalación, la performance, se incorporaron las nuevas tecnologías, nació el video arte.

Los pocos criterios sobre el arte que aún quedaban en pie cayeron estrepitosamente. La obra ya no tenía que ejecutarse con una técnica exclusiva de las Bellas Artes, ni el artista debía de ser un individuo superdotado y sensible, mucho menos elaborar algo original y hermoso.

Entonces, cuando hablamos de arte, ¿a cuál nos referimos? ¿Al medieval, al renacentista, al vanguardista o al posmoderno, que destruyó todos los anteriores, pero a la vez los ponderó, pues hizo de la recitación, el pastiche y la ironía sus recursos expresivos por excelencia? Con las producciones contemporáneas es peor, pues resulta más difícil aún sacar algo en claro. Hay películas que parecen obras de arte, y obras de arte de una vacuidad anodina, que no deberían ni siquiera exhibirse.

Ahora, como nunca antes, la situación se ha hecho más compleja. De un lado, están críticos y curadores, cuya responsabilidad consiste en seleccionar, exhibir, juzgar e intentar explicar esos objetos que consideramos importantes. Del otro, las galerías y museos, donde se perpetúa la producción simbólica y, en teoría serán resguardados los artefactos más representativos de cada período, lo que trae como consecuencia que muchas veces bastan el espacio mismo, los criterios de un especialista, la voz de un curador o los precios de venta para identificar una obra de arte.

Desgraciadamente, esto tampoco garantiza que siempre se exhiba lo mejor, ni que todo sea bueno. Hoy, al igual que ayer, hay obras sublimes y pésimas. Seleccionar arte para mostrarlo y hablar de él es ante todo un fenómeno ético.

Para entender el arte contemporáneo hay que quemarse las pestañas, freírse la sesera, mudarse a la biblioteca y estudiar sin apuros. Ese es el gran problema de muchos creadores actuales, que proponen una obra “nueva” sin saber que alguien ya la hizo años atrás. Algo similar ocurre con nosotros, los críticos, a veces empeñados en crear un discurso sin referentes intelectuales, sin darnos cuenta de que es nuestra responsabilidad mediar entre esas obras nebulosas y un público que cada vez entiende menos. Si nos ponemos de parte de la obra, entonces las audiencias se quedan fuera, aunque estén dentro de la galería.
Hacer arte y valorarlo es complejo, pues se trabaja con subjetividades, y cada quien es diferente e interpreta el mundo a su manera. Hay artífices que esperan ser comprendidos por todo el mundo; otros solo crean para autocomplacerse, satisfacer a los especialistas o vender. Habitamos un mundo lleno de propuestas estéticas, tanto nuevas como viejas, donde se hace cada vez más difícil discernir entre lo noble y lo vulgar. Los tiempos que corren permiten que una escultura neoclásica y un environment dialoguen cómodamente en un mismo espacio, y de seguro habrá admiradores para ambas piezas. En el lenguaje posmoderno, todo vale. Por desgracia esa postura nihilista tampoco contribuye a aclarar las cosas.

La tendencia más valorada (pero no la única) del arte actual apuesta por la idea, el concepto, los artilugios capaces de mover subjetividades y hacernos pensar o sentir algo, no importa con qué esté hecho. No obstante, se sigue haciendo arte académico, ortodoxo, y gusta.

El debate que recientemente generó el tema entre los lectores de Escambray significa una sola cosa: los espirituanos necesitamos espacios de reflexión y diálogo donde las producciones simbólicas y su historia sean explicadas con claridad.

En mi opinión, este es un buen momento para revisarnos por dentro y crear nuevas estrategias que den a conocer lo que hacemos. Contamos con una nueva generación de artistas interesados en trabajar, quizás la última tras la desaparición de la academia trinitaria.

Pero eso sí, y disculpe usted que insista: al hablar sobre arte, ojo con el concepto, y mucho cuidado al valorar tal obra, creador o salón. A fin de cuentas, parafraseando al gran Michael Ondaatje, las palabras son más delicadas que violines, y el viento puede llevarlas a cualquier parte.

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